martes, 14 de diciembre de 2010

Café de los Filósofos (Parte II)

(prosigue de acá)


- ¿Me está tildando de gringo?
- Difícilmente diría eso. Sí digo que la trampa de ese pensamiento es robarle al pensamiento nacional la terminología y el estilo, disfrazando un movimiento intelectual que conduciría al país a una vía muerta. Esta presentación como expertos o tecnócratas, no hace más que encubrir la colonización pedagógica que usted pretende, padre del aula, Sarmiento inmortal.
- Mire, Jauretche. Las masas están menos dispuestas al respeto de las vidas y de las propiedades, a medida que su razón y sentimientos morales están menos cultivados. Precisamente entonces, inclusive por egoísmo de los que hoy gozan de mayores ventajas en la sociedad, debe aniquilarse el instinto de destrucción que yace dormido, despertando la vida política en esas gentes.
- Y la escuela es el lugar para hacerlo.
- Por supuesto que sí.
- El problema es que esta educación, como está actualmente, gobierna bajo la máscara de una pretendida cultura los intereses antinacionales, excluyendo los intereses sociales y nacionales por falta de aptitudes técnicas.
- Usted confunde la causa y el efecto. Cualquiera que estudia detenidamente los instintos, la capacidad industrial e intelectual de las masas en la República Argentina, Chile, Venezuela u otros puntos, tiene ocasión de sentir los efectos de aquella inevitable pero dañosa amalgama de razas incapaces o inadecuadas para la civilización.
- Lo único que falta que me diga es que los extranjeros vienen a ocupar los lugares en la educación y en los hospitales, desplazando a los argentinos de bien... mi estimado, usted es un lugar común caminante, la definición misma de zoncera.
Un sonoro “uuuuh” se escuchó en todo el bar. Mirando a nuestro alrededor, notamos que las conversaciones se habían callado, y estaban todos prestando atención al debate. En medio del silencio atroz, escuchamos al mozo levantando apuestas, al grito de “¿Quién ganará? ¿El causante del fascismo de la clase media, o el pequebú con culpa y conciencia de clase? ¡Apuesten ya!”. Aunque algunos lo miraron mal, muchos se levantaron y tímidamente se acercaron a la barra. Por lo pronto, nosotros apuramos lo que nos quedaba de caña y nos instalamos cómodamente a esperar la respuesta. Rodolfo Fogwill nos apoyó una botella de whisky a medio tomar en la mesa, y espetó: “Recién llego y es lo mismo que afuera. No estoy para estas boludeces”. Antes de irse, nos guiñó un ojo: “Eso sí: diez mangos al peroncho”, y pegó un portazo en el bar. En lo que a nosotros refería, no nos moveríamos ni un milímetro hasta no tener la respuesta de Sarmiento, que no se haría esperar.
- Sepa que a la menor conmoción de la república -comenzó-, a la menor oscilación del gobierno, estas inmundas y estrechas guaridas del hombre degradado por la miseria, la estupidez y la falta de intereses y goces, estarán siempre prontas a vomitar hordas de vándalos, como aquellos campamentos teutones que amenazaban la Europa y la saquearon en los siglos que sucedieron a la caída del Imperio Romano. No ocurre así en los Estados Unidos, donde la difusión de la lectura, esa que brinda la escuela elemental, ha asimilado la manera de vivir del rico y del pobre.
- ¿Ah, sí? -dijo Jauretche, manoteando el diario, ya arrugado. Recorriendo unas páginas, extrajo una y dándosela a Sarmiento, indicó- ¿Y qué es esto entonces? ¿Qué hay de la crisis en su admirado país del norte?
- Hay una gran diferencia. Ellos tienen una moral más elevada, que se produce en las masas por la facilidad de obtener medios de subsistencia, el aseo que eleva el sentimiento de la dignidad personal, y la cultura del espíritu que estorba que se entregue a disipaciones innobles y al vicio embrutecedor de la embriaguez. La escuela no sólo da esto, sino que absorbe una parte de tiempo, que sin ella sería disipado en la ociosidad y en abandono. Habituar al espíritu a la idea de un deber regular, continuo, le da lo que es hábito de regularidad en sus operaciones; añadir una autoridad más a la paterna, que no siempre obra constantemente sobre la moral de los niños, lo que empieza ya a formar el espíritu a la idea de una autoridad fuera del recinto de la familia.
- Cuando dice una autoridad más, ¿se refiere al imperio colonial? La colonización pedagógica es algo muy distinto a la espontánea incorporación de valores universales a una cultura nacional. En semicolonias como la nuestra, esta colonización pedagógica es esencial, porque no dispone de otra fuerza para asegurar la perpetuación del dominio imperialista, y ya es sabido que, como las ideas no se matan, en cierto grado de su evolución, se truecan en fuerza material. Esta es la europeización y alienación escandalosa de nuestra literatura, pensamiento filosófico y crítica histórica.
- No hay tal invasión europea, mi amigo. Lejos de eso, hay que mencionar que un crecido número de emigrantes de otras naciones que no sean la española, la única que nos es análoga en atraso industrial e incapacidad industrial, traerá como consecuencia forzosa la sustitución de una sociedad a otra, haciendo lentamente descender a las últimas condiciones de la sociedad a los que no se hallen preparados por la educación de su capacidad intelectual e industrial. Es fácil vaticinar a millares de padres de familias que hoy disfrutan de una posición social aventajada, que sus hijos, en no muy larga serie de años, descenderán a las últimas clases de la sociedad.
- Ahora, retomando sus palabras, el que confunde causa con efecto es usted. Usted y sus coetáneos facilitaron el proceso de estructuración de los nuevos países como países dependientes, derogando todos los valores autóctonos que podían servir, sin admitir la posibilidad de una creación original. Dando por sentado que la cultura era exclusivamente lo importado, se convirtió en uno de los más eficaces instrumentos para extirpar de raíz los elementos locales de cultura preexistente.
- ¿Qué elementos locales? Si justamente el mal que aqueja a este país es su extensión. Fíjese sino Uruguay...
Una voz se levantó desde el fondo. “Disculpe, ilustrísimo”, interrumpió Mario Benedetti. “Te metiste en crueldades de once varas, y ahora el odio te sigue como un buitre. No escapes a tus ojos. Mírate así. Aunque nadie te mate, sos cadáver. Aunque nadie te pudra, estás podrido”, le espetó el poeta, de pie y con la voz ronca. Se volvió a sentar, y el clima se enrareció. Sarmiento, quien parecía turbado, se disculpó precariamente. Un tanto más sereno, se volvió a dirigir a Jauretche.
- Lo que quise decir, tal vez de manera errónea, es que no hay población civil en América, por malas que hayan sido sus condiciones de fundación, que no subsista pobre y miserable hasta hoy, por la propia vitalidad de la naturaleza humana, cuando no es atrofiada por concepciones teóricas. Hombres con cerebro, mujeres con corazón se han alejado de lo que creían los males de la competencia, para probar lo que creían ser los salvadores principios de la asociación.
- Seguimos con los lugares comunes, don Domingo. ¿O sea que la libre competencia y el individualismo es la única manera de salir adelante? ¿Que realmente la sociedad opera según el sálvese quién pueda?
- Las razas, Jauretche, las razas. Tome por caso las diferencias de volúmenes en el cerebro. Bajo el punto de vista intelectual, los salvajes son más o menos estúpidos, mientras que los civilizados se componen de estólidos semejantes a los salvajes, de gentes de espíritu mediocre, de hombres inteligentes y hombres superiores.
- Habló el europeo.
- ¿Cómo dijo?
- Lo que escuchó, Domingo. Usted es un ignorante. Carece de objetivo debatir con usted, ya que lejos de representar una “ilustración en cosas nuevas”, es una simple repetidora de envejecidas y exóticas afirmaciones dogmáticas, cuyo poder de convicción reside exclusivamente en el de la propaganda. No hay ningún problema intelectual. Es una cuestión de hecho, porque el conflicto no es de las ideas, ampliamente superado, sino el de la imposibilidad en que se encuentra la “intelligentzia” de actualizar su ideario de importación en presencia de un país que lo rebalsa. No es más que un busto petrificado en mármol, Sarmiento. La inteligencia, de la que no dudo que posea, cuando se hace intelligentzia, es un acto de traición, y más aun si es conciente y por paga, sacrificando incluso sus propios valores reales.
 ¿Me tildó usted de corrupto? -gritó Sarmiento, ya de pie-
La batahola no se hizo esperar. Vasos, botellas, sillas, todo elemento contundente que fuera pasible de ser agarrado se disparó por los aires, en una batalla que claramente logró zanjar la diferencia entre la teoría y la praxis. Sarmientinos por un lado y jauretcheanos por un lado se enfrentaron más que con palabras, con la dureza de los objetos voladores. Al ver que no nos prestaban atención en medio del caos, nos escabullimos como pudimos hasta la puerta y escapamos del descalabro, sin pagar, convencidos de que la pelea entre esas eminencias se repetiría una y otra vez, ya no en forma de farsa, sino de tragedia.

Café de los Filósofos (Parte I)


Aclaración: Esta es la respuesta a un parcial muy flashero en el que estuve trabajando. Obedece también a una idea que tenemos con varios amigos de la facultad de armar una serie de cortos -o algo así- con este mismo concepto. Y ya que tuve que simular una conversación entre Jauretche y Sarmiento, decidí aplicar la idea, con los resultados que verán a continuación.


Hay un bar olvidado, una suerte de limbo dantesco, donde las grandes figuras debaten sobre la situación actual. Nunca es de día, nunca es de noche. No hay sol, ni luna, ni estrellas: las nubes lo cubren todo en un cielorraso inexistente. Caminando por las calles de Almagro, nos metimos en un tugurio de esos que abundan, esperando encontrar cerveza barata. Y vaya si nos sorprendimos al encontrarnos con las luminarias de la historia, delante nuestro. Aprovechando que no parecían notar nuestra presencia, pedimos una cerveza y nos dispusimos a escuchar.
Tras escuchar las reflexiones de Borges, una reedición del capítulo 7 de Rayuela de boca del mismo Cortázar -destinado a alegrarle el momento a Soledad Rosas-, nos disponíamos a irnos cuando escuchamos un tumulto de una de las mesas del fondo. Con más curiosidad que sed -aunque con un apresurado gesto al mozo renovamos el pedido, agregando más maníes- nos acercamos a esa mesa. Grande fue nuestra sorpresa al encontrarnos al “Padre del aula” discutiendo con gesto enérgico con Don Arturo, quien sostenía un diario de estos días en la mano.
- Mire que lo respeto, Domingo, y usted sabe que es así, pero esto es un diálogo de nunca acabar...
- Arturo, deje de embromar. Es un hecho: las personas que ocupan el predio del Parque Indoamericano en Villa Soldati son un claro ejemplo de lo que vengo sosteniendo hace años. Fíjese sino cómo en la degeneración de la argentinidad, proceso que no se detuvo desde mi fallecimiento, se expresa que haya gente que no tiene el respeto básico por la propiedad privada. Y eso siendo generosos, porque muchos de los que están ahí ni siquiera son argentinos.
- Leyendo esta porquería -aseguró Jauretche, mientras agitaba el diario en su mano- me doy cuenta de lo que hondo que calaron sus palabras. Mi estimado, no es necesario construir una cultura nacional desde la agresión, ni muchísimo menos hacerlo desde una perspectiva tan extranjerizante.
- ¿Cómo dice?
- Claro, a ver. Si bien le reconozco sus virtudes en asegurar que eventualmente el África será la región del porvenir, eso no niega que usted haya dedicado su carrera sistemáticamente a defenestrar la cultura de los indios, consagrando como valores universales a todo lo que viniera desde Europa.
- ¡Como debía ser! Fíjese sino cómo esos indios que se dispersaron por el extensísimo territorio nacional son parte hoy de los ciudadanos argentinos. Y así estamos, desgraciadamente. Amén de sus capacidades, carecen por completo de capacidad social, por ser una raza más atrasada en la organización de la sociedad.
- Una vez más, usted confunde civilización con cultura. No tengo ningún problema con los extranjeros, pero el problema es que usted y sus coetáneos pretendieron crear Europa en América, transplantando el árbol y destruyendo al indígena que podía ser obstáculo al mismo para su crecimiento. Usted dice que los que toman el Parque de Villa Soldati son todos inmigrantes que no trabajan y, para colmo, que son de razas inferiores. Menuda zoncera, mi amigo.
Sarmiento crispó su puño, tomó un sorbo de su café (“Es demasiado puro para tomar alcohol”, nos comentó Mitre al oido, sin despegar la vista de los chistes de Tute del diario que fundó) y se irguió en su asiento.
- Fíjese cómo será -arrancó, impostando una calma que sus ojos chispeantes desmentían- que la mezcla de españoles puros, europeos, mezclados con elementos de la raza negra, una gran masa indígena, todos ellos hombres casi prehistóricos y de corta inteligencia, difícilmente forman un todo homogéneo. El secretario de la misión norteamericana...
- Estadounidense -corrigió Jauretche-.
- … Norteamericana, decía -afirmó tajantemente Sarmiento-, Mister Blackenridge...
- Uf, “míster” Blackenridge, qué eminencia -deslizó entre risas sarcásticas-.
- … decía -elevó el tono de su voz- en 1817 que quedarían entre 3.000 y 4.000 personas que sotendrían la causa de la independencia, excepto los indios, quienes además de traicionar a Belgrano y pasarse a la causa realista en más de una oportunidad, cuentan poco por su estado de esclavitud. Cuando estos españoles perdieron su lugar en el poder, empezó el descalabro.
- Así anda el pueblo de pobre -recitó Jauretche, con tono gauchesco y sereno- como milico en derrota; le dicen que sea patriota, que no se baje del pingo: pero ellos con oro gringo se están poniendo las botas. Conmovedor, ¿no, Jorge Luis?
Unas mesas más lejos, Borges agitaba su bastón blanco y profería insultos poco dignos del gran escritor que cambió la literatura universal. Al ver nuestra mirada de incredulidad, Paco Urondo nos palmeó la espalda y río: “Qué increíble que este viejo zorro haya prologado un libro de Arturo, ¿no?”. Acto seguido, gritó: “¡Mozo! ¡Dos cañas Legui para mis acompañantes!”. Cuando nos llegó la bebida espirituosa, escuchamos a Sarmiento, quien trataba de mantener la compostura.

(continuará)