martes, 14 de diciembre de 2010

Café de los Filósofos (Parte I)


Aclaración: Esta es la respuesta a un parcial muy flashero en el que estuve trabajando. Obedece también a una idea que tenemos con varios amigos de la facultad de armar una serie de cortos -o algo así- con este mismo concepto. Y ya que tuve que simular una conversación entre Jauretche y Sarmiento, decidí aplicar la idea, con los resultados que verán a continuación.


Hay un bar olvidado, una suerte de limbo dantesco, donde las grandes figuras debaten sobre la situación actual. Nunca es de día, nunca es de noche. No hay sol, ni luna, ni estrellas: las nubes lo cubren todo en un cielorraso inexistente. Caminando por las calles de Almagro, nos metimos en un tugurio de esos que abundan, esperando encontrar cerveza barata. Y vaya si nos sorprendimos al encontrarnos con las luminarias de la historia, delante nuestro. Aprovechando que no parecían notar nuestra presencia, pedimos una cerveza y nos dispusimos a escuchar.
Tras escuchar las reflexiones de Borges, una reedición del capítulo 7 de Rayuela de boca del mismo Cortázar -destinado a alegrarle el momento a Soledad Rosas-, nos disponíamos a irnos cuando escuchamos un tumulto de una de las mesas del fondo. Con más curiosidad que sed -aunque con un apresurado gesto al mozo renovamos el pedido, agregando más maníes- nos acercamos a esa mesa. Grande fue nuestra sorpresa al encontrarnos al “Padre del aula” discutiendo con gesto enérgico con Don Arturo, quien sostenía un diario de estos días en la mano.
- Mire que lo respeto, Domingo, y usted sabe que es así, pero esto es un diálogo de nunca acabar...
- Arturo, deje de embromar. Es un hecho: las personas que ocupan el predio del Parque Indoamericano en Villa Soldati son un claro ejemplo de lo que vengo sosteniendo hace años. Fíjese sino cómo en la degeneración de la argentinidad, proceso que no se detuvo desde mi fallecimiento, se expresa que haya gente que no tiene el respeto básico por la propiedad privada. Y eso siendo generosos, porque muchos de los que están ahí ni siquiera son argentinos.
- Leyendo esta porquería -aseguró Jauretche, mientras agitaba el diario en su mano- me doy cuenta de lo que hondo que calaron sus palabras. Mi estimado, no es necesario construir una cultura nacional desde la agresión, ni muchísimo menos hacerlo desde una perspectiva tan extranjerizante.
- ¿Cómo dice?
- Claro, a ver. Si bien le reconozco sus virtudes en asegurar que eventualmente el África será la región del porvenir, eso no niega que usted haya dedicado su carrera sistemáticamente a defenestrar la cultura de los indios, consagrando como valores universales a todo lo que viniera desde Europa.
- ¡Como debía ser! Fíjese sino cómo esos indios que se dispersaron por el extensísimo territorio nacional son parte hoy de los ciudadanos argentinos. Y así estamos, desgraciadamente. Amén de sus capacidades, carecen por completo de capacidad social, por ser una raza más atrasada en la organización de la sociedad.
- Una vez más, usted confunde civilización con cultura. No tengo ningún problema con los extranjeros, pero el problema es que usted y sus coetáneos pretendieron crear Europa en América, transplantando el árbol y destruyendo al indígena que podía ser obstáculo al mismo para su crecimiento. Usted dice que los que toman el Parque de Villa Soldati son todos inmigrantes que no trabajan y, para colmo, que son de razas inferiores. Menuda zoncera, mi amigo.
Sarmiento crispó su puño, tomó un sorbo de su café (“Es demasiado puro para tomar alcohol”, nos comentó Mitre al oido, sin despegar la vista de los chistes de Tute del diario que fundó) y se irguió en su asiento.
- Fíjese cómo será -arrancó, impostando una calma que sus ojos chispeantes desmentían- que la mezcla de españoles puros, europeos, mezclados con elementos de la raza negra, una gran masa indígena, todos ellos hombres casi prehistóricos y de corta inteligencia, difícilmente forman un todo homogéneo. El secretario de la misión norteamericana...
- Estadounidense -corrigió Jauretche-.
- … Norteamericana, decía -afirmó tajantemente Sarmiento-, Mister Blackenridge...
- Uf, “míster” Blackenridge, qué eminencia -deslizó entre risas sarcásticas-.
- … decía -elevó el tono de su voz- en 1817 que quedarían entre 3.000 y 4.000 personas que sotendrían la causa de la independencia, excepto los indios, quienes además de traicionar a Belgrano y pasarse a la causa realista en más de una oportunidad, cuentan poco por su estado de esclavitud. Cuando estos españoles perdieron su lugar en el poder, empezó el descalabro.
- Así anda el pueblo de pobre -recitó Jauretche, con tono gauchesco y sereno- como milico en derrota; le dicen que sea patriota, que no se baje del pingo: pero ellos con oro gringo se están poniendo las botas. Conmovedor, ¿no, Jorge Luis?
Unas mesas más lejos, Borges agitaba su bastón blanco y profería insultos poco dignos del gran escritor que cambió la literatura universal. Al ver nuestra mirada de incredulidad, Paco Urondo nos palmeó la espalda y río: “Qué increíble que este viejo zorro haya prologado un libro de Arturo, ¿no?”. Acto seguido, gritó: “¡Mozo! ¡Dos cañas Legui para mis acompañantes!”. Cuando nos llegó la bebida espirituosa, escuchamos a Sarmiento, quien trataba de mantener la compostura.

(continuará)

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