(créditos del título a M.A. Si leés esto... te debo unas cuántas)
Así como me pregunté en más de una oportunidad qué pasaría en el segundo en el que un día deja de ser el que es y pasa a ser otro -ejemplo más claro, en los famosos conteos de año nuevo-, es inevitable preguntarse por aquellos momentos en los que la represa estalla irremediablemente, pero de alguna u otra forma nada sale.
Esto es un hecho social, dijo una docente que tuve tras varios minutos de silencio, interrumpidos por una violenta patada voladora a un escritorio. ¿Cómo se nos impone a nosotros el control, interno y externo? ¿Qué pasaría si ese segundo en el que queremos mandar a cierta persona a la re mil puta madre que lo parió y no lo hacemos, lo dejamos salir? Si en esos momentos de rabia, en el que las lágrimas te nublan la vista, le partís algo en la cabeza a dicha persona.
Algunos hacen del sufrimiento su estandarte, su identidad, su elemento constitutivo. ¿Qué sería de ellos sin eso? Y ojo que no hablo del ajeno, hablo del propio. En ese segundo del caos, para estas personas particulares, la pregunta tal vez se invierta.
¿Qué pasa si en este segundo, no soy infeliz?
¿Qué pasa si en este segundo, no soy infeliz y no soy más yo?
Caos y control, la dialéctica social se cierne sobre nuestras carnes y mentes. Mientras tanto, una barrera más se cierra, para que la represa no se rompa, y las aguas del río no bajen rojas. Porque cuando lo hacen, el camino del paria empieza a hacerse realidad. Y a nadie le gusta ser ermitaño involuntariamente. Ahí es cuando ocurren los desastres naturales de la peor calaña: los que podían haberse evitado con un poco más de honestidad con uno mismo.
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