Aunque deliberadamente exagerada (no acá, sino en la realidad, posta que le dije eso) mi descripción vomitada al mormón tiene algo de cierto. Que se me tilde de positivista, pero creo en el progreso... aunque ni ilimitado ni "en sí mismo" como un valor neutro ni idealista. Creo en la lucha, en la pelea cotidiana, en la palabra como herramienta revolucionaria, en que otro mundo es posible.
Ante ciertas cosas de la vida (pequeñas, seguro) uno no puede evitar que su fe tambalee. Mi única fe está puesta ahí, en esa utopía que seguramente alcanzaremos o que seguramente no alcanzaremos. Pero está, y caminando, seguro que vamos a estar más cerca que estando quietos.
Primera prueba: el aumento de las tarifas de los transportes. Preguntarán cuál es el problema. Exactamente ese: que no parece haber problema. Nadie pasa del "uy, que tragedia", "qué bárbaro, estos chorros", etcétera. Ante esto, dos situaciones. Por un lado, las dirigencias políticas que pretenden representar a los intereses del pueblo (peronista) proletariado (marxista) trabajadores (liberal) laburantes (costumbrista), se cagan olímpicamente en eso y arreglan, como es costumbre, y se cagan en todo. Y con esto apunto tanto a los sindicatos y demás lacras, como incluso a cierto sector de la izquierda argentina que, por un milagro de la naturaleza, tiene alguna que otra representación, y no hace nada con eso. Por otro lado, la población. ¿Qué mierda se necesita para que los trabajadores irrumpan en furia, prendan fuego todo, reaccionen, se despabilen? Porque comprendo perfectamente que con la educación se adiestra a bajar la cabeza y obedecer calladitos, pero con la ligereza de cuerpo con la que se desafía eso para pasar a otro plano (drogas, robos, prostitución: todas cosas prohibidas por el discurso oficial), ¿por qué no se subvierte la norma, la palabra que impone, en favor de la libertad y la palabra que crea y devela?
Segunda prueba: hoy, como algunos sabrán y otros no, me chorearon los anteojos y los auriculares del celular. En lo último me cago bastante, pero lo primero realmente es muy necesario para mi salud... y repercute directamente en mi bolsillo (270 pesos, vio). Cuando una persona le chorea a un laburante, a alguien que gana mil pesos al mes, algo que en cierta forma es su herramienta de laburo, ¿cómo no sentir furia? ¿Cómo luchar contra ese impulso pequebú y de clase media acomodada que te impulsa al grito racista "negro de mierda"? ¿Qué lo hace mejor que yo, y qué me hace mejor que él? Al igual que con el Pando-Gate, ya relatado en otro momento, estas situaciones extremas son doblemente peligrosas porque te rebajan al peor nivel: en el caso de Pando, a su propio nivel (quería matarla) y en mi reciente robo al nivel fascista (quería gritarle negro de mierda, andá a laburar, vago de mierda, y demás estereotipos insultantes). "Esa zona siempre fue jodida, el 80% de los que están ahí son chorros", pretende calmarme mi viejo y agrega: "No mezcles ideología con la realidad". Flawless victory del sentido común, diría el Mortal Kombat.
Estas son las brisas que pretenden apagar la fe, la auténtica fe, la que es auténtica por ser mía. Tal vez compartida o no, pero mía. Eso la hace más verdadera que las impuestas por siniestros organismos e instituciones anquilosadas. Pero supongo que esta brisa trae oxígeno que, como se sabe, es combustible para el fuego. Por eso cito a Camus (gracias Javi por prestarme el libro) que en La Peste (librazo, aún no lo terminé), en un diálogo dice así:
- Pero las victorias de usted serán siempre provisionales, eso es todo.
- Siempre, ya lo sé. Pero eso no es razón para dejar de luchar.
- (...) Me imagino lo que debe ser la peste para usted.
- Sí: una interminable derrota.
(...)
- ¿Quién le ha enseñado todo esto a usted?
La respuesta vino inmediatamente.
- La miseria.
Eso es todo por hoy.