lunes, 2 de junio de 2008

Medianera

- Mar...
- Si me vas a venir con otra cita de Douglas Adams...
- Te juro que esta vale la pena.
- Más te vale.
- Dice, refiriendose a la creación del pez babel, un animal que, metido en el cerebro, traduce todos los idiomas.
- Este tipo miró mucho Star Trek, ¿no?
- Callate. "Pero es una coincidencia extrañamente improbable el hecho de que algo tan impresionantemente útil pueda haber evolucionado por pura casualidad, y algunos pensadores han decidido considerarlo como la prueba definitiva e irrefutable de la no existencia de Dios.
»Su argumento es más o menos el siguiente:
«Me niego a demostrar que existo», dice Dios, «porque la demostración anula la fe, y sin fe no soy nada».
«Pero», dice el hombre, «el pez Babel es una revelación brusca, ¿no es así? No puede haber evolucionado al azar. Demuestra que Vos existís, y por lo tanto, según Vuestros propios argumentos, Vos no. Quod erat demonstrandum».
«¡Válgame Dios!», dice Dios, «no había pensado en eso», y súbitamente desaparece en un soplo de lógica.
«Bueno, eso era fácil», dice el hombre, que vuelve a hacer lo mismo para demostrar que lo negro es blanco y resulta muerto al cruzar el siguiente paso cebra."
- Bueno, te reconozco que es bueno.
Lucía le da una cuarta seca al porro. Se incorpora ligeramente sobre su cuerpo, se apoya en el codo, queda acostada sobre su brazo derecho. Se acerca a un centímetro de la boca de María, y exhalándole el humo en la cara: "Te lo dije".
Ella se vuelve a acostar, como es costumbre, tocando cabeza con cabeza con su hermana que no es su hermana. La terraza no está tan fría como podría, y la cerveza no está tan fría como debería. Pero la noche está tan estrellada como Buenos Aires permite.
- Lu.
- Qué.
- ¿Cuántas probabilidades hay de que haya otras dos minas como nosotras preguntándose en una terraza de un edificio de una ciudad si existe Dios?
- Estudio arquitectura, no filosofía.
- Andá a cagar.
No había necesidad. A Lucía no le gustaba reprimirse nada: si hubiera tenido que cagar, habría ido hace rato. Pensó por un segundo que tenía frio. Después de todo, estar casi desnuda en una terraza en pleno junio podía considerarse casi suicida. Pero las dos tenían esa saludable costumbre y no la iban a tirar abajo por un vientito de mierda.
María empieza a acariciarse el cuerpo, sintiendo sus pelos erizados por el frío. Se da vuelta, se acurruca al cuerpo de Lucía. Sus cuerpos semi desnudos se tocan, se pegan los labios muy cerca una de la otra. Mirándose fijo, y como si estuvieran unidas por un breve instante, las dos dicen al unísono:
- Necesito un tipo.
Luego de las carcajadas obvias, se ponen las dos de pie. Ya estaban más allá de toda conexión sexual. La vida las había encontrado, enfrentado y vuelto a encontrar más veces de las que se podían contar en esa noche de nubes, porro y cerveza.
Caminan sin demasiada prisa hacia donde dejaron sus respectivas vestimentas. Para borrar la evidencia, repiten el ritual de tirar la cerveza restante hacia la calle, asomándose con cuidado de que no pase nadie. Sólo una vez se les dio por tirárselo a alguien, sin resultados demasiado positivos.
María abrió la puerta de la terraza y ambas fueron a su departamento, el 4°C. En pantuflas, Lucía se lavó los dientes y fue a su cama, a sabiendas de que María seguramente se quedaría mirando una película, como siempre que hacían estas charlas de fin de domingo.
Sobresaltada y entre sueños, Lucía se avivó de que había dejado el libro de Adams en la terraza. Puteando en idiomas que no conocía del todo abandonó la cama, se puso un jogging, un buzo y las pantuflas, y salió del cuarto calefaccionado.
Para su sorpresa, el reloj decía que habían pasado cuarenta y cinco minutos desde que se había ido a dormir. La vio a María, como era habitual, dormida acurrucada en el sofá, arrullada por la voz del locutor de Discovery Channel. Su pelo largo le cubría la mitad de la cara, y tenía la remera con manchas de baba: la costumbre de dormir con la boca abierta. Sonrió, y siguió su camino. La experiencia le indicaba que despertarla no era lo más prudente, ya que después no conciliaría el sueño.
Llamó el ascensor, esperó aterida en los huesos. Subió, y se vio en el espejo. El pelo corto, como de varón, según dice su madre. Las ojeras, por tanto estudiar y trabajar, dice su padre. Sus ojos celestes y sus pecas como estrellas, según habían dicho muchos de sus novios. Palabras vacías, a esa altura.
El golpe seco del ascensor la terminó de despertar. Encaró las escaleras que conducían a la terraza. Abrió la puerta. Escuchó un ruido sordo (si es que eso tiene sentido). Con cautela fue hacia la parte en que estaban tiradas. Si no hubiera fumado, piensa.
- La primera
Quémier
- vez que vi
dahayal
- a Hara Kei
guienmevan
- llevaba una
amatar
- tunica oscura,
perono
- estaba sentado con las piernas cruzadas, inmóvil, en una
meinspiramiedo
- esquina del cuarto. Extendida a su lado, con la cabeza apoyada en su regazo, había una muchacha.
tienelindavozlástimaque
- Sus ojos no tenían un aspecto oriental, y su rostro era el de una chiquilla.
nolopuedodistinguir
- Baldabiou estuvo oyendo, en silencio, hasta el final, hasta el tren de Eberfeld. No pensaba nada. Escuchaba.
susrasgosperoestásentado
- Le hizo daño oír, al final, que Hervé Joncour dijera quedo: "Nunca oí ni siquiera su voz".
sobrelamedianerasevaairalcarajo
- Y después de una pausa: "Es un dolor extraño".
tieneunavozhermosacomodelocutoroalgoasiperoporquenomepuedomover
- Dijo, quedo: "Morir de nostalgia por algo que no vivirás jamás".
El muchacho cerró el libro. Luego de un instante, sólo se escuchaba el viento. Ninguno de los dos se animaba a decir nada, sólo a mirarse. El primero en romper el hielo fue él. Se bajó de la medianera en la que estaba sentado, y cuando sus pies tocaron el suelo ella no pudo contener un gemido. Él caminó despacio, sereno. La noche todavía le amparaba los rasgos y se los cubría de los ojos inquisidores de Lucía. "No hables", dijo, y más que un decir fue una orden que atravesó de lado a lado a Lucía. Se quedó aún más petrificada. "No te preocupes que no te voy a hacer nada", dijo caminando lentamente hacia ella. Se le notaba un terror juguetón en los ojos. En los de ambos.
Repentinamente él frenó. Se agachó y levantó el libro de Douglas Adams y en su lugar dejó el libro que estaba leyendo. Sin decir más, dio media vuelta y se trepó a la medianera.
- Ya nos vamos a ver de nuevo.
Saltó con ímpetu hacia el vacío y desapareció, entre ruidos de metal. Luego de unos segundos, Lucía recuperó el control de su cuerpo y corrió hacia la medianera, pensando aterrada en que vería un cadáver en el suelo. Para su sorpresa, no sólo no lo encontró, sino que vio a unos treinta centímetros para adelante una escalera en una pared que subía a una terraza más alta, que aún temblaba por el rápido ascenso del visitador. Mirando para arriba, Lucía vio que habría por lo menos tres pisos más.
Fue a buscar el libro. "Seda", de Alessandro Baricco. Lo abrió. En la primera página decía: "Este es mi préstamo semanal. Así como llegué me voy, con un salto en la noche. Voy a volver la semana que viene a devolverte tu libro, espero que me devuelvas el mio. Si no lo hacés, sabré que no te interesa esto y no te volveré a molestar".
Lucía se deslizó contra la pared, ahora que la adrenalina había dejado de fluir por sus venas. Cerró los ojos y sonrió. Abrazó el libro contra su cuerpo. "Mañana tengo que laburar". Salió de la terraza, cerrando la puerta con llave. Mañana será otro día.

2 comentarios:

Denise Dresler dijo...

Brillante, Her. Voy a empezar a ir a mi terraza más seguido. Y si algún hombre se me aparece con Seda en la mano algún día, me caso, te juro.

un beso!!!

Anónimo dijo...

Me encanta que vuelvas a tu esencia, a tu creatividad, a tu vuelo literario... Tenes un talento y un brillo... Nunca pero nunca dudes de tu capacidad ni de tu dulzura! Voy a estar siempre ahí para hacerte acordar que podés volar muy muy alto, llevame con vos!
Tuya,